La nena
Abro los ojos solo para corroborar lo que estoy viendo. Ella sigue ahí. Nunca he dormido profundamente. La calidad de mi sueño es relativamente buena aunque nunca perfecta. Cualquier cosa me despierta; la característica ideal de una buena madre. Una que pudiera sentir fácilmente a un bebé inquieto mucho antes de que empezara a llorar. Una que despertara en el momento exacto en el que su pequeña se deslizara en la habitación de mamá para unos abrazos. Así como ella lo acababa de hacer. El problema es que yo no tengo hijos.
Bueno, creo que es “ella” pero no estoy segura. Solo veo su figura en medio de la oscuridad; un poco baja, dos coletas y un vestido. Son sus ojos los que destacan; de un rojo brillante. Los típicos que se verían en una película; un par de círculos monocrómicos mirando en mi dirección. Ella me mira en completo silencio, ni siquiera se mueve. Si no hubiera sido porque la vibración de mi teléfono me había despertado, ni siquiera la hubiera notado. Se encuentra perfectamente inmóvil, al lado de mi sillón de lectura, en un rincón.
Parpadeo una vez y ella desaparece. Sin embargo, su presencia se extiende en la habitación unos minutos más. Cuando finalmente dejo de sentirla, respiro aliviada. No había notado lo aterrada que estaba hasta ese momento. No logro conciliar el sueño hasta que veo un poco de luz traspasando las cortinas. Al menos tendré dos horas más antes de empezar oficialmente el día.
La oficina y la rutina son las mismas de siempre, así que me obligo a no pensar en ella. Para cuando son las seis de la tarde y debo volver a casa, el temor arrinconado se desdobla y me obliga a recordar. Debo darle una respuesta a mi cabeza o no podré dormir. Me conozco. El término “sueño lúcido” prevalece sobre todas las demás explicaciones que encuentro en internet y me convenzo. Fue un sueño, claro. Uno muy real, prueba de lo grandiosa que es la mente. La lógica prevalece y regreso, satisfecha, al apartamento.
La noche avanza lentamente y se acerca la hora de dormir. Cumplo el deseo de Milo, mi perro, y lo dejo dormir conmigo. Solo por si acaso, dejo también encendida una pequeña lámpara bajo mi cama. Todo va a estar bien. Claro que sí.
Milo lloriquea cada tanto y, al principio, lo ignoro. Probablemente quiere llamar mi atención y no estoy para malcriadeces. Para cuando abro los ojos, él ya está aullando y rascando la puerta, desesperado por salir. Su urgencia me arranca de la cama y abro la puerta sin mirar hacia atrás, al rincón de la habitación. Milo sale disparado y yo solo estoy de pie, de espaldas a mi cama, paralizada. Ya no escucho a Milo. Probablemente haya ido a esconderse bajo la mesa de la cocina, como cuando hay tormenta. No escucho tampoco el sonido del refrigerador, ni la molesta gotera del lavabo. El silencio se apodera del apartamento en esos últimos minutos, excepto por su respiración. Ella está ahí. Lo sé, aunque me rehúse a girar para enfrentarla. Escucho su respiración lenta, repleta de gorjeos, como si su pecho estuviera atravesado de finos agujeros.
Milo me mira, confundido, cuando me acurruco a su lado a dormir. El piso de la cocina es frío pero ambos dormimos en paz, abrazados. Cada uno piensa que el otro lo protege. Es lindo pensar de esa forma, aunque sea solo una ilusión.
El sofa cama hace de la sala mi nueva habitación. A la anterior ya no entro de noche. Es una regla tácita que cumplo a rajatabla, sin importar que necesite alguna ropa u objeto que haya dejado olvidado ahi dentro. Entro solo contadas veces y de día, para limpiar un poco. A veces pienso que debo ir a vivir a otra parte, pero pronto desecho la idea. Este es mi apartamento; ni siquiera lo he pagado todo aún. Me costó mucho esfuerzo comprarlo así que no lo abandonaré solo por algo tan pequeño. Ya pasará. No creo que dure para siempre.
El crujido dentro de la habitación nos despierta. En medio de la noche, reconozco fácilmente el ruido que hace la madera cuando es pisada en un lugar específico, cerca de la puerta. Es la primera vez que la oigo moverse dentro. ¿Intentará salir? No pierdo el tiempo; tomo la almohada y la manta. Corro hacia el baño sin detenerme a ver en detalle cómo la puerta de la habitación va abriéndose lentamente. Milo corre detrás mio y lanza un ligero aulllido al ver lo que está emergiendo. Cuando termina de meter la cola, cierro la puerta del baño de un golpe y paso el cerrojo. La bañera no es tan incómoda gracias a la almohada.
Dormir apretujados contra el marmol frío tiene sus consecuencias y paso los días congestionada. El dolor muscular también aparece, pero lo callo con ibuprofeno. A Milo también le afecta nuestro nuevo estilo de vida. Camina cabizbajo y come cada vez menos. Solo recupera un poco la energía cuando lo saco a pasear. Hacer que cruce la puerta del apartamento, para entrar de nuevo, después de cada paseo se hace cada vez más difícil.
Cuando ella invade también el baño y no nos queda más que dormir acurrucados bajo la mesa de la cocina, Milo ya no lo soporta más y amanece enfermo. El veterinario no encuentra ningún problema físico para sus síntomas así que receta un cambio de balanceado y más ejercicio. Esa noche, las baldosas son más duras que de costumbre, tal vez por la preocupación por mi perro, pero luego de varios intentos logro dormir. El calor de Milo me da cierta paz y cuando lo siento inquieto a mi lado, lo abrazo con fuerza para que ya no tenga miedo. Su respiración es lenta, repleta de gorjeos, como si tuviera infinitos agujeros en el pecho. En ese instante, recuerdo que Milo está pasando la noche en observación, en la veterinaria. Así que quedamos abrazadas allí, un largo rato, antes de que yo me anime a abrir los ojos.