Objectum cinema

    —¿Bernardo?

    La habitación está a oscuras. Una sombra se mueve esquivando muebles y buscando a tientas.

    —¿Bernardo?

   La anciana se sienta, vencida, en el único espacio libre del sillón. Siente algo debajo de ella y extiende la mano. Aliviada al reconocer su forma, toma el objeto y lo coloca cuidadosamente a un lado.

    —¿Bernardo?

    —¿Hablas conmigo?

    —Bernardo, no entiendo. Las noches son terribles en esta pocilga. No puedo dormir en paz. Ni siquiera puedo salir; afuera está peor.

    —Algún día, una lluvia se llevará toda la basura de las calles.

    —Basura, si. Eso es lo que son todos —la mujer respira con dificultad y mira hacia el objeto que brilla sobre el mueble de la esquina. Estira con fuerza de una mecha de cabello blanco que sobresale de su nuca—¡Basura! ¡Basura! Ay, Bernardo, solo vos me entendés. Todos se van menos vos. Me dejan por vieja, por fea. Vos no.

    —El aspecto no lo es todo.

   Una risotada se escucha en todos los rincones. Él siempre logra cambiarle el humor, hacerla un poco feliz dentro de toda la miseria que inunda el lugar.


    Sentada frente a la ventana, observa la lluvia golpear contra el vidrio. Aprieta una foto arrugada entre las manos mientras las lágrimas gotean los rostros congelados en el tiempo.

    —¿No los odias? 

    La pregunta resuena en su mente, pero ella no responde. A veces sí los odia. Nunca están y ella está cada vez menos. 

    —¿No los odias? 

    —¿A quiénes, Bernardo?

    —Esos silencios incómodos. ¿Por qué necesitamos decir algo para rellenarlos?

    Ella da vuelta y sonríe al mirarlo. Él conoce todo de ella, hasta sus silencios.

    —Tenés razón. No hace falta decir nada, Bernardo.

   —Es por eso que sabes cuando encontraste a alguien especial. Puedes estar callado un puto minuto y disfrutar del silencio.

    Ella ríe mientras esconde el rostro sonrojado con las manos. Ahora sabe que no es la única que se siente así cuando están juntos.


    —¿Alguna vez pensaste en matar a alguien, Bernardo?

    Acostada en el piso desde hace varias horas, la anciana mueve los brazos y piernas; como haciendo ángeles de nieve, en medio de latas vacías, libros deshojados y platos sucios. La luz del sol se cuela en hilos finos a través de las cortinas agujereadas.

    —Si hay algo seguro en esta vida, es que se puede matar a cualquiera.

   Ella se detiene al oírlo. Nunca imaginó que podría morir así y mucho menos de manos de Bernardo. Gira el cuerpo hacia él y lo mira, con los ojos entrecerrados.

    —¿Me matarías también a mí?

    —Solo a mis enemigos.

   Tras su respuesta, ella vuelve a su posición original y mira el techo mohoso. Ella también tiene enemigos. Los vecinos que la denunciaron en el municipio por el mal olor de su casa. La enfermera que enviaron a intentar bañarla y hacerle la comida. Las nueras que se robaron a sus hijos y que les impiden visitarla. Sí, las nueras. Ellos no dejarían de verla solo porque sí. Después de todos esos años de cuidado, de darles la teta, hacerles las sumas, planchar sus ropas, enviarlos a estudiar. Ellos no dejarían de verla así como así. No. No.

   —Ellos me dejaron, Bernardo. Me dejaron acá tirada… —se le humedecen los ojos. Se pasa las manos sobre el rostro bruscamente para secarse las lágrimas. Busca de nuevo la mecha de pelo blanco— Pero no es su culpa, no. Esas arpías…esas arpías que tienen al lado; ellas son las culpables. Me los quitaron. ¡Me los quitaron! ¿Y para qué? Para disfrutar de su dinero…su dinero, ¡mi dinero!

   —Amistad y dinero, agua y aceite.

   —Me quitaron a mis hijos, me quitaron todo. Ahora no tengo nada —se detiene unos segundos y luego voltea hacia Bernardo—: Solo quedás vos.

   —La amistad vale casi tanto como la familia.

    —Así es, Bernardo.


    —¿Bernardo?

   Busca a tientas, en medio de la oscuridad. Gruesas gotas de sudor le recorren el rostro. 

    —Tengo calor. ¿Dónde estás?

    No hay respuesta. El silencio sepulcral de la madrugada lo llena todo. A lo lejos, un perro aúlla atormentado por el mismo calor húmedo.

    —Bernardo, ¿vos apagaste la luz? Tengo calor. Prendé el ventilador, por favor. 

  Se golpea contra la pata de una silla. Grita. Trastabilla. Cae. Aunque intenta levantarse, no lo logra.

  —¡Bernardo! ¡Bernardo! ¡Viste! ¡Sos igual que ellos! ¡Me dejás vos también! ¡Bernardo! ¡Bernardo!

  —¡Callate ya, vieja loca! —El grito de la casa de al lado retumba en todas las habitaciones. El corte de luz acaba con la poca paciencia de todos.

   —Bernardo… —susurra en medio del llanto—: Bernardo…

   Gatea hasta la sala. Palpa en medio de revistas, pañuelos y cajas de películas. Vuelca vasos medio llenos y espanta cucarachas. Hasta que lo encuentra. Aprieta con desesperación todos los botones. 

   —Bernardo...

   Solo se escucha el silencio. Esa noche tendrá que dormir sola. Se acurruca y cierra los ojos, apretujando las manos contra el pecho.


    —El mundo se desintegra y nosotros nos enamoramos.

    Las palabras de Bernardo retumban una y otra vez en sus oídos mientras ella forcejea con el enfermero. No olvidará nunca lo que dijo. Se libera brevemente y corre al otro lado de la sala para abrazarse a él.

    —Me quieren llevar, Bernardo. ¡Estos miserables me quieren llevar!

    —Todos tenemos un destino. Bueno o malo.

   —Pero yo no quiero irme, Bernardo. Ellos no me entienden. Me dijeron que no podés venir conmigo. Malos. Malditos. Malditos. ¡Malditos! ¡Malditos!

    Ella grita una y otra vez mientras los mira con desprecio.

    —Se burlan de mí, Bernardo. Mirá. Mirá. Malditos. ¡Yo los parí, malnacidos! Y ahora me quieren echar de mi propia casa—grita a todo pulmón, el rostro bañado en lágrimas y moco —Pero yo sé que son ellas las culpables. ¡Maldigo el día que pisaron mi casa, perras! Me quieren llevar, Bernardo. Me van a tirar. ¿Qué va a pasar con nosotros?

    —Nosotros siempre tendremos París.

    Ella lo mira un momento y sonríe.

   —Sí, siempre. Pero no quiero ir. No quiero. No sin vos. Te quiero, Bernardo. Te quiero.

   Ella lo abraza fuertemente y le da un último beso. Es un espectáculo triste. Sus bracitos flácidos intentan cerrarse contra la forma cuadrada. Sus labios besan el vidrio sucio envejecido. La nuera llora en silencio. El hijo la mira con angustia y luego da una orden al enfermero para que se la lleven. El enfermero lucha contra la fuerza súbita de la anciana, quien no suelta fácilmente el televisor. 

    Después de unos minutos, ella finalmente cede. El hombre la toma fácilmente entre sus brazos y se la lleva. Ella cierra los ojos. El control remoto está anclado entre sus manos. El hijo desconecta el aparato y manda limpiar la casa. Los empleados se deshacen, con asco, de toda la basura que encuentran. Toda la basura excepto las cajas de películas. Las reúnen en un solo lugar, al lado de Bernardo, quien aguarda en silencio, expectante.

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Buda