Buda

    Su vida transcurría lentamente como la de cualquier otro fracasado de mediana edad, a quien ninguna mujer encontró jamás suficientemente atractivo o interesante como para atar el resto de sus días a su lado. Ojos demasiado grandes para esa cara redonda, nariz respingona de mujer, labios muy finos, algunas canas en los costados y una incipiente pelada en el centro de la cabeza que le daba aires de santo. “Es de frailes”, le había dicho su mamá, cuando a los seis años Aurelio descubrió la alopecia del hombre a quien llamaba papá, pero que lo trataba como el hijastro que era, con poco amor y un ligero toque de rudeza. 

    Aurelio nunca tuvo amigos, tal vez por no tener papá de verdad o por feo, pero sí tuvo muchos gatos. Su mamá llenó la casa de felinos porque le espantaban las ratas del comedor que tenía. Aurelio sospechaba que también era para que él pudiera divertirse con alguien. Un niño feo sin amigos era más triste que un niño feo con gatos. Así que él creció con diez o quince a la vez, aprendiendo a reconocerlos con los ojos cerrados, solo con escuchar sus maullidos o ligeros ronroneos cuando estaban relajados. Ese grum grum grum que les salía de la garganta sin abrir la boca le calmaban cuando en la adolescencia empezaron sus ataques de pánico. 

   Con los ataques, acabaron sus pocas probabilidades de conseguir novia en la secundaria, aunque fuera alguna que por pena o por la tarea de matemáticas le pudiera regalar un beso a escondidas. Solo le quedaban los gatos como compañía, amistad y terapia. Él había aprendido a aceptar su destino e incluso le vio lo positivo a la situación: menos contacto social, menos ataques de pánico. 

    Sus años avanzaron casi en inercia. A los cuarenta y cinco, vivía solo en la ex-casa comedor que acababa de heredar, con una buena cantidad de gatos. Los amaba a todos, aunque había uno en especial, Buda, a quien prefería por sobre los demás. 

    Cuando nació, toda la camada estaba ciega y se arrastraba llorando buscando leche. Buda solo abrió los ojos y lo miró sin parpadear ni abrir la boca. A Aurelio le conmovió su mirada humana, como la de alguien que acabara de volver al mundo en una de sus muchas reencarnaciones.

    Buda nunca fue apegado al resto de la camada. Se alimentó primero con la leche que Aurelio le daba en biberón y luego, empezó a comer su plato de pienso junto a él, en la mesa. Lo que el hombre más disfrutaba era competir con el gato a ver quien parpadeaba primero. Siempre perdía porque Buda solo se le quedaba mirando fijo. También se le volvió costumbre hablarle. Le contaba todo. Lo que había hecho en el trabajo, cómo le había llamado la atención la jefa otra vez por llegar tarde, el fideo que se comió en el almuerzo y los treinta minutos que dormía a escondidas en el baño todas las siestas, mientras el resto estaba trabajando. Él era feliz con Buda. Tanto que decidió darle el privilegio de ser el único dentro de la casa. El resto se quedaba afuera, como animales comunes.

    Una mañana, Aurelio despertó con un baño de pelo en la cama. No era la típica muda de pelaje de verano de todos los gatos. Era mucho, mucho pelo. A él le pareció un poco extraño pero no se alarmó. “Debe ser por el verano”, se dijo. Se cepilló, se vistió y fue a la cocina. Cuando vio lo que estaba sentado sobre la mesada, al lado de la cafetera, pegó un grito. Era Buda, completamente pelado. 

    No le quedaba pelo en ninguna parte del cuerpo, excepto un poco en la cabeza, formando una aureola de fraile. Aurelio tuvo miedo de tocarlo, por si le doliera algo. Sin embargo, el gato no se veía enfermo. Buda solo lo miró en silencio, como siempre. Tampoco tenía fiebre y se sentó a la mesa con él como todas las mañanas. Eso sí, esta vez, en lugar de comerse el pienso, se dedicó a mirarlo mientras Aurelio bebía su café. Lo miraba tan intensamente que no le quedó más que preguntarle:

    —¿Querés café?

    Silencio. Parpadeo. Después de unos segundos inmóvil, Aurelio derramó café en un plato y se lo puso enfrente. Buda bebió lenta y continuamente hasta terminárselo. Lo miró de nuevo.

    —¿Querés pan?

    Silencio. Parpadeo. Aurelio tostó uno y le puso mermelada. Lo cortó en pedacitos y se lo dio. Misma escena. Plato vacío.

    —Caramba, tengo que comprar más pan en la tarde.

    Aurelio fue a trabajar pensando en lo extraño de su mañana, pero pronto enterró sus preocupaciones en la rutina de la oficina. Cuando volvió, encontró a Buda sentado en su sofá viendo la TV. Lo extraño no era que hubiera encendido el televisor, sino que estuviera sentado, con las patas hacia el frente y la espalda recostada al respaldo. Aurelio no dijo nada. Preparó la cena, puso dos platos y comieron en silencio, cada uno con su porción de arroz, garbanzos y pan.

    Pasaron los días y Buda se irguió para caminar en dos patas. Al principio, a Aurelio le incomodó un poco. Pronto se acostumbró. El gato era como un niño pequeño que caminaba por ahí y usaba el inodoro. Al menos, ya no tenía que limpiar el arenero cada tanto.

   Una mañana estaban los dos en la mesa. Buda lo miraba mientras él le contaba entusiasmado sobre la próxima feria de libros que empezaría en pocos días.

   —Me tenés harto, Aurelio.

   —¿Qué?

   —Que me tenés harto. Son casi 6 años de escucharte decir pavadas. Ya no quiero que hables.

   —Pero…

   —¡Sssh!

    Aurelio guardó silencio, no tanto por la sorpresa de tener una mascota parlante sino porque se sintió dolido. Hasta hacía solo unos segundos, el gato había sido su mejor amigo, el único que lo entendía y a quien creía realmente importar. De repente, le entraron unas ganas locas de ir al baño.

    —El arenero, Aurelio. El baño es mío.

    Aurelio, obediente, se sentó en el arenero por primera vez. Al principio, las piedritas le pincharon. Días después, el pelaje amortiguó la aspereza y también le quitó el frío. Ya no necesitó más de ropa, que por cierto, le quedaba mejor a Buda, quien todos los días le servía su tazón de pienso, antes de ir a trabajar.

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