Desorden temporal
Se dirigía al baño en plena madrugada cuando Raquel notó que los gatos estaban sentados, cada uno al costado de su plato, como cuando llegaba la hora de la comida y le recordaban con ese despliegue de orden y elegancia que era su deber alimentarlos, tal y como lo demandaba la rutina desde hacía ya varios años. El problema era que esa no era la hora de la comida; ella lo sabía muy bien, pero ellos parecían no darse por enterados. Aunque era imposible que los gatos se sincronizaran perfectamente en el error de sus horarios, ese lapsus digestivo hubiera pasado desapercibido de no ser porque desde hacía tiempo ella tenía el presentimiento de que algo pasaba en su casa.
Raquel y Mario se habían mudado hacía solo unos meses luego de la larga y tediosa búsqueda de un lugar apropiado para vivir. Buscaron alejarse del ajetreado centro de Asunción para encontrar un poco de paz en algún barrio en las afueras. Desde que estaban juntos habían vivido siempre en apartamentos, pero consideraron que tal cantidad de mascotas; 4 gatos y una perra, además de la potencial adición de algún niño a mediano plazo, hacía necesaria la transición hacia un lugar más espacioso. Sin embargo, los duplex resultaron ser todos muy costosos porque eran, en su mayoría, recién construidos. Así que agradecieron su buena fortuna cuando apareció súbitamente la oferta de esa antigua casona en la página de clasificados. El casero resultó ser muy amable, tanto que aceptó bajarles la renta mensual e incluso eliminó el pago de la garantía, todo para que pudieran mudarse lo más pronto posible.
Todo inició a modo de juego cuando las cosas empezaron a moverse de lugar. De forma ligera y sin enojo, Raquel acusaba a Mario y él perjuraba que no había movido nada, y que seguro era ella la que no recordaba, como siempre, dónde había dejado todo. Ella reía y continuaba su rutina, porque sabía que él lo había hecho y solo bromeaba para confundirla. Mario quedaba satisfecho con sus propias argumentaciones, sobre todo porque ella había hecho gala de su mala memoria innumerables veces. Fueron muchas las situaciones con igual cantidad de charlas que acabaron de la misma forma. Una vez fue el jabón que apareció tirado en el jardín, el shampoo que se acabó días después de haberlo comprado, “El fin de la eternidad” de Asimov, su libro favorito, que desapareció de la mesa de luz. Todo generó siempre el mismo orden de sensaciones: sorpresa, confusión, ligera discusión en busca de culpables, conclusión que incluyó siempre una mala memoria (la de ella) y una risa cómplice por lo simpático de la situación.
Lo jocoso dio lugar al fastidio cuando descubrieron un reguero de tierra que iba del jardín a la habitación. Como ambos estaban de mal humor, inició una batalla campal de acusaciones que acabó solo cuando acordaron que habían sido los gatos. Aunque no había llovido hacía varias semanas, las puertas estaban cerradas y los gatos nunca salían al patio, no importó. La necesidad de acabar la discusión superó a la de la lógica. Habían sido los gatos. Punto.
Lo que sucedía dejó de ser gracioso cuando Raquel empezó a sentir que Mario la trataba de loca, a la vez que él se cansó de ser el culpable de todos sus olvidos y confusiones. Ya no eran divertidos los objetos que parecían mudarse solos ni mucho menos la comida que duraba cada vez menos. No fueron pocas las veces que la nevera se tragó las compras de la semana. Raquel gritaba desde la cocina y, al principio, Mario se defendía, porque era irrebatible su aversión al pepinillo, lo insulsa que le parecía la leche sin lactosa y su abierto recelo hacia el aroma del queso que ella compraba. Pero ante tantas acusaciones, él terminó por asumir la culpa muchas veces, sabiendo que si quería una relación duradera debía ceder ante ciertas cosas para tener un poco de paz mientras llegara el día en que ella saliera del clóset de su glotonería nocturna.
Ella se molestaba con él, pero también empezó a dudar de su propia cordura. ¿Era posible que fuera responsable de todo y no lo recordara? También estaba segura de que, en al menos la mitad de las situaciones, no era Mario el culpable, sobretodo en el caso de la comida que él abiertamente detestaba. Pero si no era ninguno de los dos, ¿quién más? La perra tenía prohibida la entrada desde que había desarrollado súbitamente la mala costumbre de ladrar a todo lo que tuviera cable, así que pasaba sus días en el patio delantero. Los únicos que quedaban eran los gatos. Durante unas semanas se dedicó a observarlos. pero; aunque eran muy inteligentes, no pasaban más allá de lograr abrir, tras mucho esfuerzo, las puertas de la alacena.
El vacío que provocaba la ausencia de una explicación lógica dio lugar a la paranoia. Alguien entraba en su casa cuando ellos no estaban. La paranoia dio paso al miedo y éste al insomnio. Raquel escuchaba atentamente de noche todos los ruidos posibles, distinguiendo los de los gatos en sus andanzas nocturnas, los de la perra, los de los electrodomésticos. Incluso se dedicaba a mirar largo rato las luces que se proyectaban en las paredes desde el exterior, en busca de alguna sombra furtiva que pasara disimuladamente frente a su ventana a ciertas horas de la madrugada. Incontables veces creyó ver algo y despertaba entonces a Mario, quien siempre se levantaba desganado y, murmurando palabrotas, encendía todas las luces de la casa, incluyendo las de la habitación, para que ella supiera que no había nadie adentro. Ambos se acostumbraron a dormir con las luces encendidas durante varias semanas y los vecinos los rotularon de excéntricos por tanto derroche de energía eléctrica.
Cuando Mario amenazó con irse a dormir a otra parte, Raquel no supo qué más podría hacer. No quería que su relación se destrozara, pero tampoco podía vivir con la incertidumbre. Le prometió que se calmaría a la vez que juraba para sí misma que resolvería el misterio por sí sola. Entonces, empezó a fingir que dormía y, apenas escuchaba los ronquidos de Mario, iniciaba su vigilia sonora. Cuando sospechaba de algo, iba en silencio y en plena oscuridad, dispuesta a enfrentar lo que fuera que encontrase afuera de su habitación. Siempre encontraba a los gatos observándola, curiosos. En ocasiones, probaban suerte y se dirigían a sus platos, y cuando ella los ignoraba se ponían a maullar despóticamente. Como no quería despertar a Mario, terminaba dándoles lo que pedían. Así también, ella misma se acostumbró a comer a deshoras, porque la ansiedad le daba hambre y la falta de sueño aumentaba la gula.
Las vigilias solo dieron como resultado grandes ojeras, kilos de más y gatos mal acostumbrados, pero Mario nunca fue muy observador así que no notó la diferencia. Luego de unas semanas, Raquel ya no pudo continuar. Estaba destrozada a causa de los nervios; no sabía si era por la falta de sueño, la situación no aclarada o el cansancio que le producía fingir tanto delante de Mario. La verdad era que en todas esas noches no había pasado nada extraordinario, así que decidió abandonar la idea e intentar dormir.
Al día siguiente, Raquel encontró mojado en su cama “El fin de la eternidad”, el libro que había desaparecido hacía ya un tiempo. En un ataque de histeria, fue corriendo al jardín a gritar a los cuatro vientos sin importarle la lluvia que estaba cayendo en esos momentos. Lo que salía de su garganta era ininteligible; era rabia, maldición, ruego. Era un llamado a la cordura, a la misericordia, a la rendición. Quien quiera que fuere, humano o espíritu, ya era hora de que se acabara; ya no tenía más nada que entregar, no le quedaba sueño que dormir, ni paz que perder. Que acabara era todo lo que ella pedía.
En medio de un mar de llanto volvió adentro, dejando grandes marcas de barro del jardín a la habitación. Tomó cosas al azar; libros, jabón, todo lo que encontraba y fue directo al jardín a tirarlos a los aires. Algunos le cayeron encima y otros fueron a parar a lo de los vecinos. Uno de ellos llamó a la policía.
Al volver del trabajo, Mario encontró a Raquel empapada, sentada en el sofá y con una mujer policía hablándole. La oficial dijo a Mario que, por esa vez, le harían solo una advertencia, pero que él debía controlarla. Ese barrio no toleraba muy bien a la gente desquiciada y ya habían enviado a varios inquilinos anteriores de esa casona a la cárcel o al loquero.
Mario despidió a los policías y se dedicó a reunir a los gatos desparramados en varios rincones de la casa. Del jardín solo recuperó el libro favorito de Raquel y lo colocó en la cama para que se secara. Luego se acercó a ella. Estaba sentada en el mismo lugar donde la había dejado, en completo silencio y mirando a la nada.
La levantó despacio y la acompañó a la ducha, la desvistió y le preguntó si quería que la bañara. Ella negó con la cabeza y cerró la cortina.
El dejó la puerta abierta y fue a la habitación en espera de Raquel, atento a cualquier ruido que ella hiciera. Ella giró las perillas caliente y fría del agua, esperó a que se formara vapor y cerró los ojos. Todo iba a estar bien. Lo iba a estar. Todo. Tomó el shampoo y vertió un poco en su mano. Le gustó la sensación del líquido en la palma, así que vertió y vertió mientras la mano se le llenaba de shampoo y agua tibia, y el contenido llegaba al piso.
Un fuerte chasquido retumbó en la casa, dejando todo a oscuras y a Raquel gritando sin parar. Mario no pudo calmarla más, ni siquiera a fuerza de zarandeos y una que otra cachetada. Él también empezó a pensar que algo andaba mal, y que tal vez, solo tal vez, ella tenía razón. Algo pasaba en esa casa.
Afuera, la perra se rascaba el hocico con dolor. Luego de intentar masticar estúpidamente el cable suelto que sobresalía de la pared, el gran chispazo del cortocircuito la atontó unos segundos y le enseñó una lección que jamás olvidaría: los cables eran el nuevo enemigo.