Efecto proustiano

    José percibió el aroma dulce de la muerte en el viento norte, justo después de caer al asfalto, tras ser embestido de frente por un maltrecho bus de la línea 54. 

    —La muerte huele bien, pero sabe a mierda —dijo su mamá justo antes de morir en el pabellón más sucio de un hospital público, tras largos días de agonía. Él no había prestado atención a sus delirios de moribunda, pero lo recordó justo ahí, con el cuerpo plasmado como acuarela en el camino viejo del Yacht, con muchos curiosos tomándole fotos y una señora que se descompensó al verle las tripas.

    José había conocido a Irene en esa misma calle de Lambaré. Cuando la vio, la creyó tan hermosa y radiante como una virgen de catedral. No le importó bajarse del bus en marcha y caer frente a su bicicleta para llamar su atención, tampoco que ella le gritara palabrotas por lo que había hecho. Solo importaban sus ojos claros y su aspecto angelical. La terminó ganando con su mirada de perro enamorado y sus acrobacias diarias para alcanzar su bicicleta. Primero fueron una charla corta y unos helados de palito que luego dieron paso a visitas nocturnas de trepador de ventanas. A las pocas semanas, ella estaba tan enamorada como él y planeaban un futuro que, en el fondo, sabían que no podía cumplirse. 

    José amaba todo de Irene, aunque lo que más disfrutaba era olfatearla mientras dormía. Ella olía a flores que él nunca había visto y que solo conocía gracias a los suavizantes de ropa. Irene olía a campos de algodón, vainilla y azucenas. Siempre que podía, José hundía su nariz en el pecho que subía y bajaba lentamente, sabiéndose satisfecho con la vida y deseando poder morir en ese mismo lugar cuando le llegara la hora.

    El deseo casi se le cumplió cuando el padre de Irene los descubrió retozando en su habitación una tarde de domingo. Lo corrió a balazos en el patio y luego lo persiguió en la calle. José huía semidesnudo y con la mirada hacia atrás cuando escuchó los bocinazos delante. El golpe lo hizo volar varios metros y terminó doblado en varias partes. 

    A pesar del dolor José sonreía; dando un espectáculo grotesco de agonizante feliz. Es que la muerte olía exactamente igual a Irene y, como sospechaba que también sabía igual, cerró los ojos y se entregó por última vez, retozando en el regazo de una desconocida que le tuvo lástima y sostuvo su cabeza hasta el final.

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